domingo, 6 de septiembre de 2009

Capítulo 4: Infancia en casa

Herminda odiaba a los hombres. Lo atribuía a su detestable padre, que le había negado la educación que ella tanto anhelaba, y a sus codicioso y desconsiderados hermanos. Se enorgullecía de haber rechazado varios pretendientes, de no haberse casado y permanecer soltera y virgen hasta la muerte. Llamaba a los hombres “los machungos” – término un tanto impropio para una señorita que se suponía refinada…

Nunca perdonó a mi madre por haber traído un machungo a la casa y por “no haber podido aguantar sin un hombre”. Peleaban en forma encarcizada y Herminda amenazaba con matar a mi madre, con prender fuego a la casa y otras bellezas. Las peleas sucedían cuando Herminda quería lograr algo o cuando se sentía contrariada por mis padres en alguno de sus deseos. Había aprendido desde muy temprana edad que una buena pataleta le daba muchos réditos. Mi madre la llamaba “la loca” y Herminda llamaba a mi madre “la de las trompas”, ambas negándose a pronunciar el nombre de la otra. Lo de las trompas era porque Herminda decía que su hermana la sacaba de las casillas al negarse a hablarle durante muchos días, con cara adusta, con la boca “como trompa”. Cuando estaban en épocas de calma, se llamaban “aquélla”, o “la otra”. La abuela y Clotilde tomaban siempre partido por Herminda, quien las mantenía con su trabajo y con quien se iban mimetizando cada vez más.

Mi padre, atrapado en esta telaraña carnívora, no supo salir. Se volvió cada vez más taciturno, silencioso, solitario. Nunca intervino en las peleas pero tampoco le puso freno a su mujer. Mi madre tomaba esto como un rasgo de bondad por parte de él y sostenía que no podía haber encontrado mejor marido. No recuerdo que mi padre y Herminda se hablaran jamás.

Los domingos, mi padre huía hacia la casa de sus hermanas, dos tías italianas alegres y acogedoras, para almorzar junto con ellas y todos los primos. Me llevaba y yo lo disfrutaba mucho. Mi madre no iba, porque también estaba peleada con esa familia. “Les hacía trompa”, supongo. Ella se quedaba en nuestra casa, cosiendo, planchando, cocinando y haciendo despliegue de todo su abrumador trabajo y de lo esforzada y sacrificada que era. Por unas horas, con los italianos, éramos felices.

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