domingo, 6 de septiembre de 2009

Capítulo 3: La herencia

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Mi abuelo murió cuando todos sus hijos eran jóvenes y sólo el mayor estaba casado. Esto ocurrió en la primera mitad del siglo veinte, una época en la que todavía era posible que los hijos varones tomaran ventajas sobre las mujeres y ni lerdos ni perezosos, parece que eso hicieron mis tíos.

Según lo que decía, o más bien vociferaba, mi tía Herminda, los hermanos se quedaron con el negocio y varias casas y departamentos; por así decirlo, con la carnicería, la ganchera y las reses también. A las cuatro hermanas y la madre les permitieron conservar, en un conmovedor acto de generosidad, una casa cuya propiedad debían compartir entre las cinco.

Esta historia, contada por mi tía Herminda y no disputada por las otras, aunque nunca las oí respaldarla o tan siquiera comentarla, puede no ser muy cierta. Como Herminda era temible, belicosa e intimidante, es posible que las hermanas hayan decidido que era mejor no entrar en polémicas y borrar de sus vidas a los hermanos.

El hecho es que los tíos dejaron de existir para las tías y mi abuela, a quien cualquier cosa le daba igual, se dejó arrastrar por el odio de Herminda hacia sus hermanos y también borró de su vida a los hijos varones. Durante horas, Herminda se sentaba al lado de su madre en el patio de la casa y criticaba a sus hermanos, tratándolos de ladrones, sinvergüenzas, estafadores y otras bellezas que mi abuela coreaba.

Sin los bifes ni las casas, Herminda comenzó a trabajar como modista para mantener a su madre y a Clotilde, que era completamente inútil y considerada casi retrasada mental. La tía Amanda se casó urgentemente con un señor británico, el tío Johnson, una verdadera víctima de esta mujer sin amor y sin la menor intención de esforzarse por mostrar tan siquiera la apariencia de ser una esposa amable. Mi madre se casó con mi padre y cometió el más grave error de su vida, que fue llevarlo a vivir a la casa grande, con Clotilde, Herminda y la abuela.

Entonces nací yo.

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